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entregadoydocil 52M
3 posts
12/11/2008 12:23 pm
ESCUELA DE AMAS (QUINTA PARTE)


El encuentro con Lucía durante la clase magistral sobre sexo anal que
Lady Úrsula había impartido me resultó al principio incómodo. Me sentía como
si me hubieran descubierto, como si me hubieran pillado en falta, como si de
repente mis pasiones más secretas hubiesen salido a la luz. No obstante, a
medida que fueron pasando los días, mi percepción sobre aquella extraña
casualidad cambió completamente.
Empecé a ver las cosas de otra manera y a pensar que tal vez aquélla
era la oportunidad que durante tanto tiempo había estado esperando. Lucía
parecía complacida de haberme encontrado y, por lo que había dicho,
seguramente pensaba sacarle partido. Tal vez incluso quisiera tomarme como
su esclavo. Seguramente eso le resultaría de lo más morboso. Como lo sería
también para mí, por qué negarlo.
Ella había sido sin lugar a dudas la mujer de mis sueños durante toda mi
adolescencia, como lo había sido de hecho para todos los chavales de mi
instituto. Era preciosa y, además, estaba muy desarrollada para su edad, cosa
que la hacía destacar más todavía entre todas sus compañeras de clase. Pero
además de eso, era una chica muy segura de sí misma, envuelta siempre por
un aura de inaccesibilidad absoluta que, como es natural, la hacía aún más
atractiva.
Someterme a ella era algo que ni en mis delirios más ambiciosos y
optimistas podía llegar a imaginar, pero no sólo por lo atractiva que era –los
años parecían haberla ayudado a mejorar antes que castigarla como a los
demás-, sino muy especialmente por lo humillante que resultaría convertirme
en el perro de una antigua compañera de instituto.
A medida que iban pasando los días, mi mente calenturienta saboreaba
la posibilidad de convertir en realidad un sueño tan delicioso, pero su
realización se estaba retrasando de una forma peligrosamente alarmante.
Mientras, seguía mi rutina en la escuela, siendo castigado duramente por las
discípulas de Lady Úrsula y sirviendo de conejito de indias en las clases que
ésta impartía si le parecía que yo podía resultarle de utilidad.
Fue tres semanas después del primer día en que coincidí con Lucía en
la escuela cuando ella volvió a aparecer por ahí. Yo estaba en la perrera, junto
a dos esclavos más, metido en mi jaula esperando ser usado por alguna de las
alumnas, cuando la vi aparecer. Estaba sencillamente radiante: llevaba un traje
chaqueta negro muy elegante y calzaba unos relucientes zapatos de tacones
tan altos que parecían desafiar a todas las leyes de la física. Supuse, por su
aspecto, que le iría bien en la vida. Mucho mejor que a mí, seguramente, lo
cual no dejaba de ser más humillante (y delicioso) todavía.
Se paseó frente a las jaulas, observando a los tres perros entre los que
podía elegir al que iba a someterse a sus caprichos de aquella noche y se
detuvo frente a la mía. Pidió a Lorena que me sacara de la jaula para
examinarme mejor y la pelirroja lo hizo del modo habitual: abrió la puerta, tiró
de la cadena de perro que llevaba atada al collar y me arrastró fuera de la
jaula. Dándome un cachete en las nalgas me indicó que debía levantarme y yo,
que conocía bien el ritual, la obedecí de inmediato.
Lucía dio un par de vueltas a mi alrededor observándome
detenidamente, rozándome un poco. Después me manoseó cuanto quiso, lo
cual resultaba encantadoramente humillante para mí, que me sentía expuesto
como el ganado que va a ser vendido. Tuve que contener mis ansias de
arrojarme a los pies de aquella mujer y suplicarle que me convirtiera en su
esclavo. Cuando Lucía consideró que la inspección había sido ya suficiente, se
dirigió a Lorena.
-Pensaba que aquí siempre teníais material de primera. ¿De dónde
habéis sacado esto?
-Es una adquisición relativamente reciente. No es gran cosa, pero tiene
bastante resistencia al castigo. Si lo usas, no te defraudará.
-Eso me permito dudarlo, amiga mía. Creo que prefiero a ese otro.
Sácalo de la jaula para mí, por favor.
Y así fue como Lucía escogió a otro de mis compañeros de penas y me
dejó totalmente frustrado y a merced de la fusta de Lorena, que me dio una
buena tanda de azotes para descargar la furia que le había provocado que, por
mi culpa, por ser un esclavo tan poco apetecible, se criticase el nivel de la
escuela.
Y así me quedé durante un buen rato, con el culo rojo por los golpes y
una sensación de rechazo tan degradante que sentía que la humillación sufrida
me ardía por dentro mucho más de lo que me ardían las nalgas a pesar del
castigo que habían recibido.
Se estaba haciendo tarde y pensé que esa noche ya no iba a ser usado
por nadie pero, contrariamente a mi suposición, mis desgracias para aquella
velada no habían hecho más que comenzar. Me había quedado sólo en la
perrera, por lo que hubo pocas dudas de quién iba a ser la víctima de la
siguiente aprendiz que llegó requiriendo un esclavo con el que experimentar.
Llegó acompañada de Lady Úrsula y eso me extrañó, puesto que solía
ser su ayudante, la señora Lorena, la que nos mostraba normalmente a la
clientela. Pero lo que más llamó mi atención no fue eso, sino el aspecto de la
aprendiza en cuestión, a la que pude ver brevemente con una mirada furtiva
antes de bajar la vista al suelo como para mí era preceptivo hacer.
Se trataba de una mujer físicamente muy poderosa, una culturista, sin
duda, que dejaba intuir unos enormes músculos que el vestido que llevaba
permitía admirar en toda su plenitud: los brazos no eran exageradamente
gruesos, pero se apreciaba que eran pura fibra, mientras que las piernas,
mayores que las que se podían considerar normales en una mujer, parecían
dos columnas de mármol.
-Este perro va a ser perfecto para lo que tú quieres –le decía
afablemente la señora de la casa a su clienta-. Puedes disponer de él durante
el resto de la noche.
Una vez fuera de la jaula, la mujer me inspeccionó de forma más breve y
ruda que Lucía y pareció satisfecha. Lady Úrsula la acompañó entonces hasta
una de las salas equipadas para el castigo, una de las mazmorras de la
escuela, y yo las seguí a un metro de distancia, mientras la que durante aquella
velada sería mi dueña tiraba de la cadena que iba unida a mi collar de perro.
Cuando nos quedamos solos, me levantó la barbilla y se quedó
mirándome fijamente a los ojos. Era una mujer morena, de mediana edad, con
una mirada que dejaba frío. La tenía profunda y severa, efecto al que ayudaba
sin duda el aspecto tosco de una cara huesuda que culminaba el cuerpo
descomunalmente fuerte que poseía. Se apartó un poco y se quitó el vestido,
quedándose en ropa interior. Entonces pude ver en todo su esplendor un
cuerpo perfecto, trabajado concienzudamente en todas y cada una de sus
partes, con unos músculos perfectamente desarrollados. Su piel estaba
además un poco tostada, lo que le daba un aire más salvaje todavía que, debo
admitirlo, me puso bastante caliente. Las mujeres culturistas despertaban en mí
un fuerte morbo, tal vez por la naturalidad con la que se impondrían a un
hombre medio como yo, por su innegable superioridad física, o tal vez
simplemente porque me gustaban esos cuerpos.
Ella se exhibió para mí. Movió su cuerpo de forma que todos los
músculos se fueran hinchando, mostrando su potencial cuando ella así se lo
exigía. Esto no era nada habitual, desde luego, pero yo me limité a disfrutar del
espectáculo mientras en la garganta se me hacía un nudo al ver la fuerza de
aquella mujer y en mis partes bajas la excitación empezaba a hacerse
demasiado evidente.
La culturista no tardó en darse cuenta de la actividad de mi pene y no
pareció gustarle, porque se acercó a mí y me dio una manotada salvaje justo
sobre el miembro que me hizo ver las estrellas.
-Te estoy mostrando mi cuerpo para que lo admires por su valor atlético,
imbécil, no para que te excites como un maldito salido.
-Lo siento, señora –conseguí decir cuando recuperé el aliento, pero mis
disculpas ya carecían de sentido. Mi sentencia estaba firmada. Probablemente,
lo estaba ya antes incluso de que me sacaran de la jaula. Al fin y al cabo,
aquella mujer había venido allí con un objetivo muy claro.
Me cogió bruscamente por el pelo y me arrastró hasta el centro de la
sala, en la que había un potro. Me hizo subir al mismo, me ató y me amordazó.
-Algunas veces me gusta escuchar cómo gritáis, pero hoy no me
apetece. Además, los gritos van a ser demasiado altos, te lo aseguro.
Dicho esto, se puso unos guantes negros de piel y me acarició
brevemente con ellos, justo antes de empezar a darme palmadas por todo el
cuerpo. Al principio no eran muy fuertes, pero fueron ganando rápidamente
intensidad hasta resultar un castigo tan duro como el que pudiera inflingirse con
cualquier instrumento. Y es que aquella mujer, con los brazos que tenía, no
necesitaba ninguna ayuda adicional.
No sabría decir durante cuánto tiempo estuvo golpeándome, sólo sé que
cuando se dio por satisfecha todo mi cuerpo estaba totalmente rojo. La
irritación en mi piel me estaba matando y, a buen seguro, al día siguiente
estaría cubierto de moratones. Ella recorrió con ojos de estudiosa cada
centímetro de mi castigado cuerpo para observar cómo había quedado y
pareció contenta. Al parecer, la técnica había dado el resultado esperado.
Pero lamentablemente para mí, quería probar otras cosas. Cosas que
me resultaron más duras todavía y que, además, no eran habituales en otras
dominatrices. Me desató y me hizo acostarme en el suelo, cosa que agradecí,
puesto que el frío de las baldosas rebajó un poco el escozor que sentía en todo
el cuerpo. Sin embargo, la sensación de alivio fue muy corta. Duró apenas
unos segundos, los que ella necesitó para sentarse sobre mi pecho y empezar
un nuevo tormento. La presión era fuerte pero, aun así, pude apreciar el olor a
mujer que desprendía su sexo y sentí sobre mi pecho una humedad que sólo
podía ser fruto de la excitación.
Entonces empezó la verdadera tortura. Puso un muslo a cada lado de mi
cabeza y los apretó con fuerza. Pude comprobar entonces que la fuerza que
tenía en las piernas era sencillamente sobrenatural. Yo me sentía como si la
cabeza me fuera a estallar, como si de un momento a otro fuera a ser incapaz
de soportar la presión que se ejercía sobre ella.
Aquel brutal tormento se prolongó durante un buen rato y, cuando por fin
terminó, me sentía mareado y confuso. A pesar de eso, pude apreciar que el
olor a hembra, si se me permite la expresión, había aumentado
considerablemente.


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