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ESCUELA DE AMAS (QUINTA PARTE) El encuentro con Lucía durante la clase magistral sobre sexo anal que Lady Úrsula había impartido me resultó al principio incómodo. Me sentía como si me hubieran descubierto, como si me hubieran pillado en falta, como si de repente mis pasiones más secretas hubiesen salido a la luz. No obstante, a medida que fueron pasando los días, mi percepción sobre aquella extraña casualidad cambió completamente. Empecé a ver las cosas de otra manera y a pensar que tal vez aquélla era la oportunidad que durante tanto tiempo había estado esperando. Lucía parecía complacida de haberme encontrado y, por lo que había dicho, seguramente pensaba sacarle partido. Tal vez incluso quisiera tomarme como su esclavo. Seguramente eso le resultaría de lo más morboso. Como lo sería también para mí, por qué negarlo. Ella había sido sin lugar a dudas la mujer de mis sueños durante toda mi adolescencia, como lo había sido de hecho para todos los chavales de mi instituto. Era preciosa y, además, estaba muy desarrollada para su edad, cosa que la hacía destacar más todavía entre todas sus compañeras de clase. Pero además de eso, era una chica muy segura de sí misma, envuelta siempre por un aura de inaccesibilidad absoluta que, como es natural, la hacía aún más atractiva. Someterme a ella era algo que ni en mis delirios más ambiciosos y optimistas podía llegar a imaginar, pero no sólo por lo atractiva que era –los años parecían haberla ayudado a mejorar antes que castigarla como a los demás-, sino muy especialmente por lo humillante que resultaría convertirme en el perro de una antigua compañera de instituto. A medida que iban pasando los días, mi mente calenturienta saboreaba la posibilidad de convertir en realidad un sueño tan delicioso, pero su realización se estaba retrasando de una forma peligrosamente alarmante. Mientras, seguía mi rutina en la escuela, siendo castigado duramente por las discípulas de Lady Úrsula y sirviendo de conejito de indias en las clases que ésta impartía si le parecía que yo podía resultarle de utilidad. Fue tres semanas después del primer día en que coincidí con Lucía en la escuela cuando ella volvió a aparecer por ahí. Yo estaba en la perrera, junto a dos esclavos más, metido en mi jaula esperando ser usado por alguna de las alumnas, cuando la vi aparecer. Estaba sencillamente radiante: llevaba un traje chaqueta negro muy elegante y calzaba unos relucientes zapatos de tacones tan altos que parecían desafiar a todas las leyes de la física. Supuse, por su aspecto, que le iría bien en la vida. Mucho mejor que a mí, seguramente, lo cual no dejaba de ser más humillante (y delicioso) todavía. Se paseó frente a las jaulas, observando a los tres perros entre los que podía elegir al que iba a someterse a sus caprichos de aquella noche y se detuvo frente a la mía. Pidió a Lorena que me sacara de la jaula para examinarme mejor y la pelirroja lo hizo del modo habitual: abrió la puerta, tiró de la cadena de perro que llevaba atada al collar y me arrastró fuera de la jaula. Dándome un cachete en las nalgas me indicó que debía levantarme y yo, que conocía bien el ritual, la obedecí de inmediato. Lucía dio un par de vueltas a mi alrededor observándome detenidamente, rozándome un poco. Después me manoseó cuanto quiso, lo cual resultaba encantadoramente humillante para mí, que me sentía expuesto como el ganado que va a ser vendido. Tuve que contener mis ansias de arrojarme a los pies de aquella mujer y suplicarle que me convirtiera en su esclavo. Cuando Lucía consideró que la inspección había sido ya suficiente, se dirigió a Lorena. -Pensaba que aquí siempre teníais material de primera. ¿De dónde habéis sacado esto? -Es una adquisición relativamente reciente. No es gran cosa, pero tiene bastante resistencia al castigo. Si lo usas, no te defraudará. -Eso me permito dudarlo, amiga mía. Creo que prefiero a ese otro. Sácalo de la jaula para mí, por favor. Y así fue como Lucía escogió a otro de mis compañeros de penas y me dejó totalmente frustrado y a merced de la fusta de Lorena, que me dio una buena tanda de azotes para descargar la furia que le había provocado que, por mi culpa, por ser un esclavo tan poco apetecible, se criticase el nivel de la escuela. Y así me quedé durante un buen rato, con el culo rojo por los golpes y una sensación de rechazo tan degradante que sentía que la humillación sufrida me ardía por dentro mucho más de lo que me ardían las nalgas a pesar del castigo que habían recibido. Se estaba haciendo tarde y pensé que esa noche ya no iba a ser usado por nadie pero, contrariamente a mi suposición, mis desgracias para aquella velada no habían hecho más que comenzar. Me había quedado sólo en la perrera, por lo que hubo pocas dudas de quién iba a ser la víctima de la siguiente aprendiz que llegó requiriendo un esclavo con el que experimentar. Llegó acompañada de Lady Úrsula y eso me extrañó, puesto que solía ser su ayudante, la señora Lorena, la que nos mostraba normalmente a la clientela. Pero lo que más llamó mi atención no fue eso, sino el aspecto de la aprendiza en cuestión, a la que pude ver brevemente con una mirada furtiva antes de bajar la vista al suelo como para mí era preceptivo hacer. Se trataba de una mujer físicamente muy poderosa, una culturista, sin duda, que dejaba intuir unos enormes músculos que el vestido que llevaba permitía admirar en toda su plenitud: los brazos no eran exageradamente gruesos, pero se apreciaba que eran pura fibra, mientras que las piernas, mayores que las que se podían considerar normales en una mujer, parecían dos columnas de mármol. -Este perro va a ser perfecto para lo que tú quieres –le decía afablemente la señora de la casa a su clienta-. Puedes disponer de él durante el resto de la noche. Una vez fuera de la jaula, la mujer me inspeccionó de forma más breve y ruda que Lucía y pareció satisfecha. Lady Úrsula la acompañó entonces hasta una de las salas equipadas para el castigo, una de las mazmorras de la escuela, y yo las seguí a un metro de distancia, mientras la que durante aquella velada sería mi dueña tiraba de la cadena que iba unida a mi collar de perro. Cuando nos quedamos solos, me levantó la barbilla y se quedó mirándome fijamente a los ojos. Era una mujer morena, de mediana edad, con una mirada que dejaba frío. La tenía profunda y severa, efecto al que ayudaba sin duda el aspecto tosco de una cara huesuda que culminaba el cuerpo descomunalmente fuerte que poseía. Se apartó un poco y se quitó el vestido, quedándose en ropa interior. Entonces pude ver en todo su esplendor un cuerpo perfecto, trabajado concienzudamente en todas y cada una de sus partes, con unos músculos perfectamente desarrollados. Su piel estaba además un poco tostada, lo que le daba un aire más salvaje todavía que, debo admitirlo, me puso bastante caliente. Las mujeres culturistas despertaban en mí un fuerte morbo, tal vez por la naturalidad con la que se impondrían a un hombre medio como yo, por su innegable superioridad física, o tal vez simplemente porque me gustaban esos cuerpos. Ella se exhibió para mí. Movió su cuerpo de forma que todos los músculos se fueran hinchando, mostrando su potencial cuando ella así se lo exigía. Esto no era nada habitual, desde luego, pero yo me limité a disfrutar del espectáculo mientras en la garganta se me hacía un nudo al ver la fuerza de aquella mujer y en mis partes bajas la excitación empezaba a hacerse demasiado evidente. La culturista no tardó en darse cuenta de la actividad de mi pene y no pareció gustarle, porque se acercó a mí y me dio una manotada salvaje justo sobre el miembro que me hizo ver las estrellas. -Te estoy mostrando mi cuerpo para que lo admires por su valor atlético, imbécil, no para que te excites como un maldito salido. -Lo siento, señora –conseguí decir cuando recuperé el aliento, pero mis disculpas ya carecían de sentido. Mi sentencia estaba firmada. Probablemente, lo estaba ya antes incluso de que me sacaran de la jaula. Al fin y al cabo, aquella mujer había venido allí con un objetivo muy claro. Me cogió bruscamente por el pelo y me arrastró hasta el centro de la sala, en la que había un potro. Me hizo subir al mismo, me ató y me amordazó. -Algunas veces me gusta escuchar cómo gritáis, pero hoy no me apetece. Además, los gritos van a ser demasiado altos, te lo aseguro. Dicho esto, se puso unos guantes negros de piel y me acarició brevemente con ellos, justo antes de empezar a darme palmadas por todo el cuerpo. Al principio no eran muy fuertes, pero fueron ganando rápidamente intensidad hasta resultar un castigo tan duro como el que pudiera inflingirse con cualquier instrumento. Y es que aquella mujer, con los brazos que tenía, no necesitaba ninguna ayuda adicional. No sabría decir durante cuánto tiempo estuvo golpeándome, sólo sé que cuando se dio por satisfecha todo mi cuerpo estaba totalmente rojo. La irritación en mi piel me estaba matando y, a buen seguro, al día siguiente estaría cubierto de moratones. Ella recorrió con ojos de estudiosa cada centímetro de mi castigado cuerpo para observar cómo había quedado y pareció contenta. Al parecer, la técnica había dado el resultado esperado. Pero lamentablemente para mí, quería probar otras cosas. Cosas que me resultaron más duras todavía y que, además, no eran habituales en otras dominatrices. Me desató y me hizo acostarme en el suelo, cosa que agradecí, puesto que el frío de las baldosas rebajó un poco el escozor que sentía en todo el cuerpo. Sin embargo, la sensación de alivio fue muy corta. Duró apenas unos segundos, los que ella necesitó para sentarse sobre mi pecho y empezar un nuevo tormento. La presión era fuerte pero, aun así, pude apreciar el olor a mujer que desprendía su sexo y sentí sobre mi pecho una humedad que sólo podía ser fruto de la excitación. Entonces empezó la verdadera tortura. Puso un muslo a cada lado de mi cabeza y los apretó con fuerza. Pude comprobar entonces que la fuerza que tenía en las piernas era sencillamente sobrenatural. Yo me sentía como si la cabeza me fuera a estallar, como si de un momento a otro fuera a ser incapaz de soportar la presión que se ejercía sobre ella. Aquel brutal tormento se prolongó durante un buen rato y, cuando por fin terminó, me sentía mareado y confuso. A pesar de eso, pude apreciar que el olor a hembra, si se me permite la expresión, había aumentado considerablemente. |
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