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ESCUELA DE AMAS (SEXTA PARTE) No puedo negar que la sesión con la dómina culturista tuvo su morbo: no sólo por ese cuerpo atlético perfecto, con la piel suave y tersa, con cada músculo perfectamente desarrollado, sino también por la claridad con la que una mujer tan fuerte me dominaba. Hubiera podido hacer conmigo lo que quisiera, incluso si yo no fuera sumiso ni ella dominatriz. Sin embargo, a pesar de esta vertiente morbosa, la sesión en sí fue una de las experiencias más duras que he pasado en la escuela de Lady Úrsula. El tormento fue durísimo y hubo momentos en los que creí que no podría soportarlo, en los que pensé que acabaría arrojando la toalla –si es que podía hacerlo- y abandonando para siempre aquel lugar maldito. No obstante, debo admitir que la escuela también me ha dado muchas satisfacciones. En cada sesión, junto al dolor, he encontrado algo de lo que yo tanto andaba buscando. Han sido en general placeres fugaces: la oportunidad de besar un pie, de adorar el trasero de una dómina, de servir a un grupo de señoras, de recibir una caricia de Lady Úrsula… Pero, seguramente, uno de los momentos más placenteros que he pasado en esta peculiar institución fue lo que la señora de la casa tuvo a bien llamar “la iniciación de una esclava”. Unos días antes de que se produjera este evento, nos convocó a los seis sumisos que servíamos de material de entrenamiento en la escuela y nos anunció que quería nuestra presencia para esa velada concreta. Por sí mismo, eso ya suponía algo excepcional, puesto que normalmente sólo coincidíamos tres perros por noche, ya que así siempre se garantizaba que hubiera alguien disponible durante la semana. Sin embargo, lo que se preparaba para aquel sábado parecía ser algo fuera de lo común. Y vaya si lo fue. Evidentemente, todos los sumisos acatamos la orden –de la boca de Lady Úrsula nunca salían peticiones- y el sábado en cuestión, a la hora convenida, estábamos totalmente desnudos y metidos en nuestras jaulas. En el ambiente de la perrera se notaba la tensión. Todos sabíamos que aquélla no iba a ser una velada cualquiera, podíamos intuirlo. Al parecer, nuestro hocico de perros se estaba desarrollando a marchas forzadas. Estuvimos encerrados en silencio durante un espacio de tiempo indeterminado y, aunque cuesta mucho calcularlo cuando se está en esa situación, yo diría que permanecimos en aquella situación durante algo más de una hora. Sólo quien ha vivido algo así puede comprender de qué forma tan extraña pasan los minutos. Primero, se siente la desnudez: es casi como si el aire te acariciara en todo momento. Después, empiezan los nervios: ¿cuánto hará que estamos así? Los primeros ruidos no tardan en escucharse: aunque ningún perro se atreve a abrir la boca, los más leves movimientos hacen que las jaulas chirríen. Luego llega el sudor: en parte por los nervios, en parte por la concentración de ejemplares en una sala relativamente reducida. Ese sudor no tarda en helarse y entonces aparece el frío. Pero es un frío que no dura, porque de nuevo nos cubre el sudor. Empieza así un ciclo durante el cual nuestro cuerpo manifiesta todos los temores que nuestra mente le transmite: ¿qué nos estará esperando?, ¿qué prepararan nuestras señoras para esta ocasión?, ¿seremos capaces de soportarlo?, ¿estaremos a la altura?, ¿se sentirán satisfechas nuestras dominatrices? Es difícil expresar en palabras qué se siente pasando una hora de espera en la jaula. Es algo que hay que vivir para poder comprenderlo. Esa situación es, en sí misma, una refinada forma de tortura, pero también un modo de crear una tremenda ansiedad en el sumiso, ansiedad que se convierte por un lado en miedo y por el otro en un enorme deseo de servidumbre. Deseo que, por supuesto, no tarda en canalizarse cuando se cae en manos del ama. La oscuridad que inundaba la perrera se rompió de forma súbita, como ocurría siempre en aquel lugar, cuando la señora Lorena abrió la puerta enérgicamente. -¡Perros de mierda, despertaos! –nos saludó con su habitual delicadeza-. Lady Úrsula y sus invitadas se dirigen hacia aquí. Más os vale causarles buena impresión. Tuvimos que hacer verdaderos esfuerzos para que nuestros ojos se acostumbrasen a la luz después de haber permanecido a oscuras durante tanto tiempo y, a la vez, fuimos adoptando las posturas de ofrecimiento que se nos habían enseñado, para lo que se hacía necesario luchar con la estrechez de la jaula. Pero lo cierto es que estábamos bien amaestrados, incluso yo, que era el último en haberme incorporado a la institución, por lo que enseguida estuvimos todos a cuatro patas en nuestras jaulas, con las cabezas inclinadas, esperando la preceptiva inspección por parte de las señoras. Los tacones que se escucharon procedentes del pasillo anunciaban la llegada de una legión de dóminas, lo que hizo que la alteración entre los perros fuese en aumento. Pronto los zapatos que habían provocado aquel estruendo estaban paseándose ante nosotros. Era lo único que podíamos ver de las señoras, puesto que levantar la vista se consideraría una desfachatez merecedora de tremendos castigos, pero era suficiente para comprender que aquélla iba a ser, en efecto, una velada especial. Pude contar al menos doce pares de zapatos exquisitos, elegantes, dignas fundas para los pies de las dominatrices que los calzaban, y también un par de zapatos que se ofrecían descubiertos, protegidos tan sólo por unas sandalias sin ningún tipo de tacón, calzado ciertamente sorprendente de ver en aquél lugar. -¿Qué os parece la mercancía, amigas mías? –preguntó Lady Úrsula. Hubo un rumor que pareció de aprobación, tras el cual la señora de la casa se dirigió a una de sus invitadas de forma directa. -¿Crees que servirán para esta ceremonia? -Espero que sí. Por su propio bien, espero que sí. Aquellas palabras provocaron en nosotros el efecto que sin duda buscaban y estoy seguro de que mi espalda no fue la única que sintió cómo un escalofrío la recorría. -Perfecto –respondió Lady Úrsula-. Lorena, abre las jaulas y tráenos a estos perros a la gran sala. Acto seguido, los tacones resonaron de nuevo, indicándonos que Lady Úrsula y sus invitadas se dirigían ya hacia la sala de reuniones de la escuela, la que se usaba para las clases colectivas y los castigos públicos. La señora Lorena se encargó entonces de abrir las jaulas una por una, sacándonos de mala manera de las mismas y colocándonos un collar de perro a cada uno con su correspondiente cadena. Una vez nos tuvo preparados, cogió de la mano todas las cadenas y, tirando de ellas, nos arrastró hasta la gran sala. Avanzamos por el pasillo a cuatro patas, tratando de no perder el ritmo, y una vez en la sala nos llevó hasta el lugar en el que estaba el trono de Lady Úrsula. Nos colocó frente a ella, donde permanecimos de rodillas con los ojos clavados en sus zapatos. -Bien, perros, mostradles a mis amigas lo bien educados que estáis. Presentadme vuestros respetos. Fue curioso, porque lo que ocurrió entonces no estaba previamente planeado ni lo habíamos hecho antes, pero sucedió de una forma tan natural que al menos para mí resultó sorprendente. Uno por uno, subimos a cuatro patas los tres escalones que había hasta el trono y besamos sumisamente los dos zapatos de la señora de la casa. Fue una adoración sencilla pero extremadamente bien coordinada, sobre todo teniendo en cuenta que, como digo, no estaba ensayada. -Ahora quiero que todas mis invitadas puedan ver bien la mercancía. De uno en uno iréis subiendo al patíbulo para que puedan observaros. Empezó entonces un peculiar desfile de modelos. Yo fui el cuarto en subir al patíbulo que había en el centro de la sala y pasear un poco por él. Me sentía avergonzado, tremendamente desnudo ante aquellas miradas que me escrutaban, pero también muy excitado por el morbo que tenía la situación que estaba viviendo. Aproveché la altura de aquella tarima para ver algo más de las señoras que se habían reunido en la escuela aquella noche. Aunque tenía que mantener la cabeza baja en señal de sumisión, al estar más alto que ellas podía ver un poco cómo estaba formado el grupo. Pude constatar que, efectivamente, había once mujeres más aparte de Lady Úrsula y su cruel ayudante. Nueve de ellas estaban cómodamente sentadas y, aunque no pude ver la cara de ninguna de ellas, observé por sus cuerpos que debían de formar un grupo muy heterogéneo en cuanto a edades y aspectos. Lo que más me llamó la atención fue el hecho de que una de las mujeres no estuviera sentada como lo estaban las otras, sino que estaba arrodillada. Se trataba de algo sorprendente, algo que nunca antes había visto en aquel lugar en el que la supremacía femenina era la norma más obvia de la casa. Aunque no pude verle la cara, porque tenía la cabeza baja, con su negra melena larga cayendo hacia delante, pude intuir por su piel que era una mujer joven, por su cuerpo que era delgada, por su postura que era sumisa… algo que en ningún momento habría esperado ver en aquel lugar. Sin embargo, recordé que Lady Úrsula nos había hablado de aquella velada llamándola “la iniciación de una esclava”. Al principio, yo había pensado que se trataría de uno de nosotros al que iba a feminizar, a convertir en puta. Nunca habría imaginado que usar el término “esclava”, en femenino, se refiriera verdaderamente a la presencia en la escuela de una mujer sumisa. Después de habernos exhibido ante las demás dóminas, Lady Úrsula nos ordenó quedarnos de rodillas frente a su trono, aunque en esta ocasión nos dijo que nos pusiéramos de cara al patíbulo. Teniéndonos allí dispuestos, como si fuésemos su guardia pretoriana de esclavos, se dirigió a las demás señoras. -Todas sabemos por qué estamos aquí esta noche, una noche que va a ser muy especial, sobre todo para nuestra buena amiga Diana y su perra marta. Estamos aquí reunidas para ser testigos de la ceremonia de iniciación de la esclava, de imposición del collar de su dueña. A partir de esta noche, marta ya no será una sumisa cualquiera, ni siquiera una sumisa a prueba bajo la protección de Diana. Esta noche se convertirá en su esclava, lo que supone un vínculo mucho más fuerte, un vínculo indestructible, que unirá para siempre su destino al de su dueña. Diana, cuando quieras, puedes empezar la ceremonia. A pesar de lo reducida que resultaba mi visión de la sala, pude ver haciendo un poco de trampa cómo una de las señoras, que sería sin duda la tal Diana, se levantaba de su sillón y subía al patíbulo seguida, a cuatro patas, por la que iba a convertirse en su esclava, que era la chica a la que había visto arrodillada y que, por lo que vi ahora, era también la que llevaba las sandalias sin tacón. Poco a poco, todo empezaba a ir cuadrando. Diana se situó de pie en el centro del patíbulo y marta se quedó de rodillas frente a ella. Se notaba en la sumisa una emoción contenida, mezcla seguramente de nervios y de deseo de llegar a ser lo que de verdad quería ser para el resto de su vida. -Desnúdate –le ordenó Diana-. Quiero que todas mis amigas vean bien el cuerpo de mi perra. La joven obedeció y se quitó el ligero vestido que llevaba y su cuerpo desnudo quedó expuesto de inmediato ante las miradas de todas las mujeres presentes y también la de los perros, puesto que no creo que nadie se quedara sin hacer un poco de trampa con la mirada, forzando al máximo el ángulo de visión sin que se notara que se levantaba un poco la cabeza. No llevaba ropa interior de ninguna clase, por lo que pudimos apreciar que tenía un cuerpo verdaderamente atractivo, casi de modelo. Era delgada, con un vientre liso debajo del cual destacaba la ausencia absoluta de vello, puesto que su pubis estaba totalmente rasurado. Tenía los pechos más bien pequeños, pero eso no era un problema. Encajaban perfectamente en el conjunto de su cuerpo, dándole un aire delicado que contrastaba con el aire salvaje que le otorgaban sus pezones duros y respingones. Su cara era la de un ángel y sus ojos, verdes, eran sencillamente preciosos. Una mujer como aquélla debía ser una diosa, debía tener una legión de adoradores como nosotros, pero no era ése el camino que ella había escogido. Y eso la hacía más atractiva todavía. Era una Venus nacida diosa que elegía libremente convertirse en esclava. ¿Podía existir algo más bello que eso?, ¿algo que resultara más excitante? Todas las presentes aprobaron con sus sonrisas la calidad de la mercancía y marta, humildemente, se arrodilló de nuevo frente a su señora. Lorena subió entonces al patíbulo llevando en una bandeja un collar de perro y se lo ofreció a Diana. -Éste es el collar que indica que me perteneces –le dijo a su esclava mientras lo tomaba en sus manos-. Cuando te lo ponga, dejarás de tener voluntad propia y pasarás a ser sólo una propiedad mía. Podré hacer de ti lo que se me antoje, usarte como me apetezca, prestarte a quien quiera, incluso deshacerme de ti si llegas a cansarme. Tú, por tu parte, no harás en la vida nada más que servirme. Dejarás tu trabajo, a tus amigos, a tu familia, y te instalarás en mi casa, donde vivirás sólo para ser mi esclava. ¿Es eso lo que quieres? -Es lo que quiero, señora –respondió la sumisa con convicción. -Piénsatelo bien. Esto ya no es ningún juego, no es una forma diferente de disfrutar. Es una forma de vida que cambiará totalmente la que has llevado hasta ahora. ¿Crees que vas a poder hacerlo? |
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