Estatua de Victor Noir
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Posted:Dec 24, 2023 9:46 am
Last Updated:May 12, 2024 2:38 pm 762 Views
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Estatua de Victor Noir es una estatua de bronce a tamaño natural fue esculpida por Jules Dalou para marcar su tumba, en estilo realista, como si hubiera caído en la calle, dejando caer su sombrero. La escultura tiene una protuberancia notable en la bragueta de sus pantalones, y esto parece haber sido causa de que se convirtiera desde los años 1960 en uno de los monumentos más populares para las mujeres que visitan el cementerio. El mito dice que colocando una flor en el sombrero hacia arriba tras besar la estatua en los labios y rozar su área genital pueden aumentar la fertilidad, ayudar a llevar una vida sexual feliz, o, en algunas versiones, conseguir un marido en un año. Como resultado de la leyenda, esos componentes particulares de la estatua de bronce están bastante desgastados. En 2004 se levantó una valla alrededor de la estatua de Noir para detener a la gente supersticiosa que desease tocar la estatua. Sin embargo, debido a una falsa protesta de la "población femenina de París" está fue retirada.
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TIRAR LA TOALLA: gesto de sumisión
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Posted:Dec 22, 2023 7:48 am
Last Updated:May 12, 2024 2:38 pm 678 Views
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"TIRAR LA TOALLA" Casi todo el mundo conoce esta expresión, que significa rendirse, o abandonar una lucha o un propósito. Normalmente se asocia la expresión al mundo del boxeo, a un gesto con el que el entrenador de uno de los púgiles puede forzar el abandono de su pupilo. Pocos saben en cambio que la frase tiene un origen más antiguo y menos agresivo, relacionado curiosamente con el mundo de las termas romanas. En la antigua Roma las termas no eran sólo un sitio donde poder bañarse, sino también un lugar de encuentro y de reunión, donde poder urdir las conjuras políticas más oscuras o encontrar el amor de los efebos más bellos de la ciudad. Parece ser que ya en el siglo I d.C. se instauró una especie de ritual precisamente entre los jóvenes que acudían asiduamene a las termas en busca de fama y riquezas y los hombres de media edad que buscaban sus favores. Después de que uno de estos jóvenes había recibido una propuesta concreta, directamente o a través de amigos, se situaba frente a su pretendiente y realizaba una de estas dos acciones: o se hacía un segundo nudo en la toalla en la que iba envuelto haciendo entender que no la aceptaba o la dejaba caer ante el aplauso general de los presentes, que festejaban el nacimiento de una relación. Ya en una fecha temprana como el siglo II d.C. tenemos las primeras pruebas escritas de la expresión “linteum iactare“, “tirar la toalla”. En unas termas en la actual Turquía se ha descubierto recientemente una placa donde se lee: “Hic Antinous Hadriano linteum suum iactavit“, es decir, “Aquí fue donde Antinoo tiró su toalla a Adriano“, una placa que probablemente señala el inicio de la famosa relación entre el emperador Adriano y el joven Antínoo. De esta forma, este dejar caer o tirar la toalla comenzó a verse poco a poco como un gesto de sumisión, de rendición al conquistador, por lo que terminó adaptándose también al mundo del boxeo, a través del cual ha llegado hasta nuestro día.
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EL LADRON QUE FUE VIOLADO (Noticia en un diario ruso)
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Posted:May 3, 2009 7:19 am
Last Updated:Feb 24, 2013 5:54 pm 10277 Views
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Una peluquera de la región rusa de Kaluga se vio sorprendida por un ladrón en su centro de belleza, cuando la joven acababa su turno, el pasado 14 de Marzo. El ladrón, de 32 años y llamado Viktor, irrumpió en el local a las cinco de la tarde, con una pistola y exigiendo el dinero a todo el mundo.
Ahí es cuando aparece en escena Olga, la peluquera de 28 años con conocimientos de artes marciales, que simuló entregarle el dinero a Viktor. Cuando el pobre hombre se relamía de contento, ella le dio un puñetazo y lo tumbó. K.O.
Ató a Viktor con el cable del secador, lo amordazó y se lo llevó al trastero mientras animó al resto a que terminaran de trabajar (no estaba sola en el salón: había más compañeros y algunos clientes que ese día seguro que no intentaron irse sin pagar).
"La policía está al caer" decía la protagonista de nuestra historia.
Peluquera Olga y Mr. Hyde
Pero la Policía no llegó. Los clientes y el resto de empleados marcharon y Olga fue al trastero. Le dijo a Viktor que se quitara la ropa interior e hiciera todo lo que ella le pedía o llamaría a la Policía...
Lo ató al radiador con unas esposas rosas dignas del Sex Shop más cutre y le dio Viagra, para asegurarse que durante las próximas 48 horas el muchacho iba a rendir.
Según Life.ru, cuando Olga dejó marcharse a Viktor, dos días después, éste había sido "exprimido como un limón".
Viktor fue directo al hospital porque tenía sus genitales bastante dañados... y no me extraña. Después se presentó en una comisaría y denunció a Olga.
Para acabar con el surrealismo, Olga se indignó cuando se enteró de la denuncia.
"Es un idiota", dijo. "Sí, lo hicimos algunas veces, pero le compré unos pantalones nuevos, le di de comer y de beber y luego, cuando se marchó, le regalé 1.000 rublos (unos 23 euros, vamos)".
Así que Olga denunció también a Viktor y la Policía tiene un cacao mental de agárrate y no te menees.
"No sé lo que va a pasar... podríamos encarcelar a ambos: a él por robo y a ella por violación", decía un agente en Life.ru.
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ESCUELA DE AMAS (NOVENA PARTE Y ULTIMA)
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Posted:Dec 11, 2008 1:09 pm
Last Updated:Oct 4, 2009 10:03 pm 10182 Views
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-¿Se puede saber por qué me has mirado a los ojos? ¿Cómo te atreves? -Perdón, señora –respondí torpemente al verme despertado de mi sueño de una forma tan abrupta. -Vamos, desnúdate, perro inútil –me ordenó a gritos. Yo la obedecí apresuradamente y en unos segundos estuve totalmente desnudo, con mi ropa en la mano, esperando la siguiente orden. Ella me dio entonces un golpe sobre la ropa, haciendo que se cayera al suelo, y me ordenó ponerme de rodillas. -Quédate ahí y no te muevas. Cuando sea el momento de usarte, ya te llamaré. Me dio entonces la espalda y yo, desafiando al cruel destino que me aguardaba si mi señora Lucía me pillaba en falta, levanté los ojos para contemplar cómo sus deliciosas piernas se alejaban hacia el centro de la sala. Dio un par de palmadas y, al momento, otro hombre entró en la habitación. Al igual que yo, iba totalmente desnudo salvo por el collar de perro que llevaba alrededor de su cuello y el artilugio de plástico que cubría sus genitales. Posteriormente sabría que se trataba de un cinturón de castidad, un modelo llamado CB 6000 que, al parecer, causaba furor en el panorama de la dominación femenina. En aquel momento, sin embargo, no pude identificar qué era ni para qué servía. Estudié al hombre y pude reconocer su rostro. Aunque lo había visto sólo parcialmente, casi podría asegurar que era el mismo que había conducido el coche en el que habíamos venido, cosa que tendría su lógica: ese tipo era el esclavo de Lucía, el perro que ocupaba el lugar que yo soñaba ocupar. Sentí envidia, rabia, odio y un montón de cosas más hacia aquel hombre, sin ser ninguna de ellas nada positiva. Era, por otro lado, un ejemplar corriente. Estatura media, complexión media… no destacaba en nada ni por encima ni por debajo de lo que podríamos considerar el hombre medio. -Enciéndeme un cigarrillo –le ordenó Lucía. Él se lo encendió y, al instante, se arrodilló frente a ella con la boca abierta. Lucía paseó por la habitación distraídamente, mirando una cosa aquí y otra allí, mientras su esclavo la seguía por todas partes, manteniendo la postura. De vez en cuando, ella le echaba ceniza en la boca y seguía después fumándose el cigarrillo, tranquila al saber que en todo momento dispondría de su cenicero humano estuviera donde estuviese de la habitación. Era evidente que aquel tipo estaba ya bastante bien amaestrado. Cuando se cansó de aquel juego, la señora se sentó y le ordenó al esclavo hacerle un masaje en los pies. Él se entregó concienzudamente a aquella tarea, pidiendo antes permiso a su señora para quitarle las medias y los zapatos. Ante la aprobación de Lucía, el esclavo desnudó aquellos pies divinos y aquellas piernas perfectas y le realizó un masaje que ella pareció disfrutar mucho, puesto que se recostó cómodamente en el sofá, cerró los ojos y dejó que sólo su piel se mantuviera activa para gozar de las atenciones que estaba recibiendo. Yo debí reconocer que el otro esclavo tenía su técnica, cosa que me hizo poner más furioso todavía, al hacerme pensar que, seguramente, llevaría ya mucho tiempo masajeando aquellos pies, cumpliendo aquel encargo que a buen seguro recibía muy a menudo. No puedo negar que de nuevo me sentí frustrado: ¿para qué me había llevado hasta allí Lucía?, ¿para ver cómo era otro el que la adoraba y servía?, ¿de nuevo había decidido jugar con mi deseo para humillarme con su rechazo? Durante casi dos horas, ella siguió con aquel juego. Sin dirigirme la palabra, sin mirarme si quiera, disfrutó de conceder a su esclavo el privilegio de llevar a cabo todo tipo de servicios que yo hubiera hecho encantado. Le masajeó otras partes del cuerpo, besó sus pies durante un largo rato, le sirvió de reposapiés, le preparó un combinado y, finalmente, le dijo unas palabras que se clavaron en mí como un hierro candente. -Te has portado muy bien esta noche. Vamos al dormitorio, porque todavía tienes que hacer algo por mí. Tienes que darme placer. El rostro del esclavo se iluminó y supongo que el mío se descompuso. Lucía, que seguramente lo tenía todo calculado al milímetro, se dirigió entonces distraídamente a mí, como si justo en ese momento hubiera advertido la presencia en la sala de ese sumiso con cara de bobo que llevaba dos horas arrodillado e ignorado. -Siervo, acompáñanos. Aprende cómo se da placer a una mujer. Más humillado todavía, seguí a la señora de mis sueños y al esclavo que me los robaba hasta el dormitorio. Lucía se quitó la falda y el tanga que llevaba debajo de la misma y se echó sobre la cama con las piernas bien abiertas. Yo me quedé de nuevo inmovilizado ante aquella visión, incapaz de apartar mis ojos de lo que estaba viendo: un monte de Venus cuidadísimo que encerraba el objeto de mi deseo, los labios que más deseaba, el sexo que me sometía en la distancia. De pronto, una voz rompió el hechizo al que me veía ligado. -Siervo, ¿debo darte otro bofetón para recordarte que debes mirar al suelo? Inconscientemente, mis ojos se dirigieron entonces al rostro de mi señora, que estaba presidido por una maliciosa sonrisa. -Perdón, señora –respondí mientras bajaba la cabeza. -Aunque… pensándolo bien… -añadió ella- tal vez no sea tan mala idea que veas esto. Sí, está bien. Te permito ver lo que ocurrirá en esta cama. Puede ser muy instructivo para ti, por si algún día una mujer decide usarte para su placer. Cada una de sus palabras me hería más que la anterior, como también lo hizo ver cuál era la siguiente orden que le daba a su esclavo. -Cómeme el coño, perro. Se notaba en Lucía que estaba tremendamente excitada y, por ese motivo, dejándose de juegos y parafernalias, sólo quería tener la cálida lengua de su esclavo trabajando intensamente en la búsqueda de su placer. El cuerpo que yo tanto idolatraba se convulsionaba, su garganta emitía gemidos y gritos de distinta intensidad y su mano, nerviosa, agarró una fusta con la que ir marcando el ritmo a su perro o, sencillamente, descargar la adrenalina acumulada sobre la espalda del sujeto. Una breve cadena de intensos gritos anunció la llegada del orgasmo, que la señora acompañó de una descarga de fustazos que el esclavo aguantó con resignación. Después, apartó la cabeza del perro y se quedó tumbada unos instantes, recuperando poco a poco la calma y el ritmo respiratorio normal. Cuando lo hubo hecho, se dirigió a su esclavo. -Lo has hecho bien. Tu ama está contenta. -Gracias, mi ama. Yo también estoy contento de servirla. -Ha sido un buen orgasmo y esto me recuerda algo. ¿Cuándo tuviste tú el último? -Hace un mes y medio, señora. -¿Un mes y medio? Eso es mucho tiempo. Demasiado tiempo para estar privado de algo tan bueno como esto, ¿no te parece? -Usted decide cuándo puedo tenerlo, mi ama, no me corresponde a mí elegirlo. -¿Te gustaría tener uno esta noche? -Sí, ama, me gustaría mucho –en la voz del esclavo se apreciaba la ansiedad lógica de ver la posibilidad de conseguir un orgasmo después de todo aquel tiempo de tenerlo denegado. -Está bien. Hoy te lo concedo. Es más, vas a tener un premio especial. No tendrás que hacértelo tú, como es habitual. Lucía se llevó entonces la mano a la cadena de oro que llevaba colgada del cuello y se la quitó. Pude ver entonces que, colgada de ésta, había una pequeña llave que la señora dirigió al aparato de plástico que el esclavo llevaba sobre el pene. La puso en una cerradura que tenía aquel instrumento y, al momento, éste se abrió. El sumiso se mostró aliviado al poder tener su miembro, que estaba semierecto, liberado de la angustia que le debía de provocar aquel reducido espacio, y se puso más que contento cuando notó la mano de su ama acariciándoselo. En apenas unos segundos, su polla estaba tan dura como una piedra y Lucía dejó de tocarla al instante, advirtiendo el riesgo de que su esclavo, después de tanto tiempo de privación, no pudiera aguantar más y se corriera sobre sus dedos. -Dime, siervo, ¿has chupado alguna vez una polla? La pregunta me pilló desprevenido, dejándome totalmente fuera de juego. Aun así, pude responder que no, que nunca lo había hecho. -Pues ya va siendo hora de que lo hagas. Mi esclavo necesita urgentemente conseguir un orgasmo y, ya que tenemos aquí a una puta como tú, no tiene ningún sentido que tenga que provocárselo él mismo con la mano. Acércate. Yo no entendía nada. Nunca había hecho algo como lo que ahora se me ordenaba, ni siquiera me había planteado la posibilidad de tener que hacerlo algún día. Yo quería servir a Lucía, pero a ella, no a su esclavo. Quería adorar su sexo, buscar su placer, no el de aquél ni el de cualquier otro hombre. -Más te vale obedecerme, estúpido –añadió ella al ver que no me movía- , o tendré que castigarte yo y pedir a Lorena que lo haga también ella cuando estés de nuevo en la escuela. Las perspectivas no podían ser peores: dos castigos, uno por parte de Lorena, y el disgusto de mi soñada Lucía. Y la alternativa me resultaba repugnante. No me apetecía nada meterme en la boca el sexo de aquel tipo y, además, no me gustaba la idea de que Lucía me hubiera llevado hasta allí sólo para eso, sólo para rebajarme tanto. Una rabia fortísima me quemaba por dentro, pero no fue lo bastante fuerte para impedir que mis rodillas empezasen a avanzar hacia donde estaban el ama y su esclavo, ni tampoco para evitar que mi boca se abriera y acogiera en su interior el sexo duro, caliente y ya húmedo del hombre que ocupaba el lugar que yo tanto anhelaba. Venciendo la repugnancia inicial, moví mi cabeza con esmero, tratando de acabar con aquello lo antes posible, cosa que no fue difícil debido a las ansias que el esclavo tenía de descargar toda su frustración acumulada durante mes y medio de castidad forzada. Así que la descargó rápidamente, pero en abundancia. Cuando sentí aquel líquido caliente y espeso inundando mi boca tuve que abrirla y dejarlo caer al suelo, en lo que fue una reacción instintiva que me valió un duro fustazo en la espalda. -Me estás ensuciando el suelo, estúpido. Asegúrate de que mi esclavo está satisfecho ya con su premio y, después, límpialo todo con la lengua. Entendiendo que había caído todo lo bajo que se podía caer, me dejé llevar y cumplí todas aquellas órdenes. Terminé de dar placer a aquel esclavo hasta que su corrida fue definitiva y, después, lamí con cuidado todo su sexo y recogí con mi lengua todo el líquido que había caído al suelo. Cuando estuvo todo tal y como Lucía consideró óptimo, invitó a su esclavo a meterse en ella en la cama y me ordenó a mí acurrucarme a los pies de la misma. -Mañana por la mañana podrás irte, siervo. Esta noche prefiero que te quedes aquí por si necesito algo más, que no quiero cansar más a mi esclavo. Pero no lo hizo. No requirió mi atención en toda la noche, a pesar de lo cual no pude dormir en ningún momento, en parte por la esperanza de ser usado y en parte por el vivo recuerdo de todo lo vivido durante aquella dura velada. De nuevo me había ignorado y de nuevo lo había hecho de la forma más cruel, decidiendo finalmente humillarme tanto como le había sido posible. Recordé la pregunta que me había hecho en el coche y volví a formularla para mis adentros. Me pregunté a mí mismo si la odiaba o la deseaba. Quise responder que la odiaba, pero no pude. La verdad era que, a pesar de todo lo ocurrido, o tal vez gracias a todo lo ocurrido, la deseaba.
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ESCUELA DE AMAS (OCTAVA PARTE)
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Posted:Dec 11, 2008 1:00 pm
Last Updated:May 12, 2024 2:38 pm 10217 Views
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Las veladas en la escuela eran siempre especiales. Cuando no por un motivo por otro, siempre acababa descubriendo nuevas sensaciones, nuevas posibilidades, formas distintas de disfrutar de un juego al que me había vuelto enteramente adicto. A pesar del dolor, a pesar de la falta de verdadera dominación que yo deseaba vivir, convertido en un mero banco de pruebas, debo reconocer que gozaba mucho de aquella situación. Aun así, sería absurdo negar que lo que yo quería era otra cosa. Mi meta era ser el esclavo de una mujer, no sólo el pedazo de carne sobre el que mejoraba sus técnicas de castigo. Encerrado en mi jaula, aguardando el momento de ser usado, soñaba despierto con la posibilidad de ver mis deseos convertidos en realidad. Y siempre había dos mujeres que tenían un especial protagonismo en aquellas fantasías mías. Se trataba de Lady Úrsula y de Lucía. La institutriz del centro, por su forma de ser, por ese carácter divino del que parecía estar siempre revestida, haciendo de la dominación algo tan natural, tan obvio, que uno no podía siquiera imaginar la posibilidad de no someterse a sus antojos. Elegante, bella, arrebatadora. De Lucía se podría decir lo mismo. Tal vez incluso se debería hacer más hincapié en su belleza, que tantos años después de nuestro paso por el instituto seguía siendo sencillamente impresionante. Sin embargo, su forma de dominar era distinta a la de Lady Úrsula o, por lo menos, esa sensación me había dado a mí en los breves contactos que habíamos mantenido. Era más directa, más ruda y, seguramente, más sádica. No sé si manías mías o fue realmente así, pero tengo la sensación que Lucía fue de lejos la mujer que me cabalgó con más ímpetu la noche de la clase magistral de la señora de la escuela sobre el uso del arnés consolador. Y el rechazo al que me había condenado posteriormente, con la humillante escena vivida en la perrera, me demostró que era una mujer francamente retorcida, que disfrutaba muchísimo condenándome a ese ostracismo que quemaba mi ser con más fuerza que cualquier latigazo. Pero precisamente era eso lo que más me atraía de ella. Sin saberlo o tal vez sabiéndolo perfectamente, su desinterés por mí, su dulcemente perversa forma de ignorarme, hacía crecer en mi interior un deseo mayor todavía de servirla. Por otro lado estaba Lorena. Ella nunca aparecía en mis sueños de servidumbre, sino sólo en mis pesadillas. Con el tiempo había aprendido a temerla más que a nadie en toda la escuela. Y eso que había mil y un momentos en los que el miedo estaba más que justificado: por ejemplo cuando una dominatriz novata, sin experiencia previa, aprendía a usar el látigo sobre mi espalda. O cuando otra decidía experimentar cuán difícil podía ser penetrar mi culo sin usar lubricante alguno. O cuando alguna quería saber qué efecto produce arrancar de forma salvaje unas pinzas metálicas de cualquier parte de mi cuerpo. Aun así, la señora Lorena era la que se llevaba la palma a la hora de provocar en mí –y creo que en el resto de mis compañeros de jauría- un sentimiento más grande de temor. Sabíamos que era una sádica sin escrúpulos, que disfrutaba tal vez más que cualquier otra de las mujeres que pasaban por el centro provocando dolor. Sabíamos también que acostumbraba a estar de mal humor y que le encantaba descargar su ira sobre nosotros. Y podíamos intuir, por el trato que nos dispensaba, que nos despreciaba a todos. A diferencia de Lady Úrsula, que nos brindaba de vez en cuando una palabra de ánimo o nos mostraba su satisfacción por nuestra conducta, concediéndonos de este modo el mayor premio al que podíamos aspirar, Lorena se mostraba siempre irascible, agresiva, intratable. Y para mi desgracia, siempre que yo estaba soñando con mis idolatradas Lady Úrsula y Lucía, era Lorena la que venía a abrir mi jaula. Solía hacerlo para ponerme a disposición de alguna clienta, cosa que yo acababa agradeciendo, puesto que las veces en que venía sola a buscarme era para castigarme ella misma y eso, como ya he explicado, no era algo que me resultara especialmente estimulante. Sin embargo, una de las noches en que estaba metido en la jaula esperando ser asignado a la dómina que requiriese mis servicios, mis sueños se hicieron realidad. Lorena entró en la sala –había aprendido a identificar el fuerte y amenazante ruido de sus tacones-, pero no lo hizo sola. Pronto pude ver ante mí las botas negras de la pelirroja y unos delicados pies cubiertos por unas medias negras y unos zapatos de un tacón altísimo que revelaban el carácter marcadamente dominante de quien los calzaba. -Hoy no lo han usado todavía. Irá bien para sus propósitos. -Desde luego. Que se vista. Lo esperaré en el vestíbulo. Me sentí desconcertado. Nunca antes ninguna mujer me había hecho vestir. Tal vez quisiera ser ella misma la que me arrancara la ropa y por eso quería que la tuviera puesta. Como ya he dicho, en esta escuela uno nunca deja de sorprenderse. No obstante, no era esto lo que más me había llamado la atención. Había algo más, algo que apenas me atrevía a pensar. Me había dado la impresión de que conocía esa voz… y no sólo eso… esa voz era… no, no era posible que lo fuera… ¿sería de verdad la voz de Lucía? ¿Habrían llegado a los oídos de esa Diosa mis silenciosas súplicas de entrega? Lorena me arrastró fuera de la jaula y, dándome una patada en el culo, me ordenó ir a vestirme primero y dirigirme al vestíbulo después. Me puse la ropa apresuradamente, excitado como nunca ante la posibilidad de estar a los pies de Lucía, pero tratando de frenarme a mí mismo, prohibiéndome en la medida de lo posible concebir ilusiones que pudieran después tornarse en decepciones. Al fin y al cabo, no podía olvidar la forma tan cruel en que me había rechazado la última vez. Cuando llegué al vestíbulo pude confirmar que, por lo menos, no me había equivocado al identificar su voz. Una rápida mirada furtiva me permitió, antes de bajar la cabeza como era mi obligación, ver que era Lucía la señora que se había interesado por mí. Lady Úrsula, que también estaba presente, se acercó a mí y me explicó cuál era la situación. -Esta señora, que no sólo es clienta habitual de la escuela sino también una buena amiga mía, quiere usarte esta noche. Pero no te quiere para una sesión como las que normalmente has ido teniendo aquí. Te quiere para toda la noche y te quiere para llevarte a su casa. ¿Te supone eso algún problema? -No, Lady Úrsula. -Bien, así me gusta. Espero no tener ninguna queja sobre tu comportamiento. -Estoy segura de que no me decepcionará –intervino Lucía usando un tono dulce que a duras penas escondía el sentido perverso de la frase. -Más le vale no hacerlo –remató Lady Úrsula-. Si lo hace, será severamente castigado. Lorena se encargará de ello. Con esta última amenaza grabada a fuego en mi mente, salí de la escuela siguiendo a la que iba a ser mi ama durante toda la noche. ¿Podía considerarla mi ama? ¿Iba a ser verdaderamente eso, aunque sólo de forma temporal, y no una más de mis torturadoras? Me indicó cuál era su coche, un Audi negro que brillaba en la oscuridad, y me ordenó subir. -Hazlo detrás, irás conmigo. Aquella frase me desconcertó un poco, pero una vez dentro, pude ver que había un hombre sentado al volante. El Audi ya me había impresionado, pero lo del chofer me dejó sencillamente sin habla. Para haber pasado por el mismo instituto, era evidente que la vida nos había ido de forma muy distinta a Lucía y a mí. Y no sólo por el hecho de que ella fuera mi Diosa y yo, a duras penas, aspirara a ser su siervo. Durante el trayecto, Lucía me hizo varias preguntas sobre mí, centrándose todas ellas en mi sumisión. Quiso saber cómo, cuándo y por qué me había empezado a sentir atraído por estas prácticas, qué experiencias había vivido, cómo había llegado a formar parte de la perrera de la escuela, qué sensaciones había vivido allí… Yo le fui respondiendo con sinceridad, aunque sin entrar en muchos detalles. Bastante nervioso estaba ya como para poder meditar bien mis respuestas. Sin embargo, las últimas preguntas eran auténticos dardos que buscaban clavarse en lo más profundo de mis pensamientos. -¿Qué sentiste al saber que tu antigua compañera de instituto era la mujer que te estaba partiendo el culo? -Vergüenza, pero también excitación. -¿Esperabas que volviera a usarte? -Sí, señora. -No lo digas sólo porque piensas que debes decirlo. Dime la verdad. -Lo esperaba, señora. -¿Qué pensaste cuando no fuiste el elegido la siguiente vez que visité la escuela? -Pensé que usted era libre de elegir a quien quisiera. -Muy diplomático. ¿Te jodió no ser tú? -Sí, señora. -¿Te cabreaste conmigo? -Sí, señora. -Pobrecito. Y desde entonces, ¿me has odiado o me has deseado? -La he deseado, señora. La he deseado mucho. -Entonces alégrate. Estás en mi coche y, fíjate, estamos llegando ya a mi casa. Seguro que es más de lo que esperabas. En efecto, era mucho más de lo que podía haberme atrevido a soñar. Me sentía como transportado al cielo cuando atravesábamos la puerta del chalé, aunque poco sabía en ese momento que la velada me depararía aún muchas más sorpresas. La primera se produjo cuando se quitó el abrigo que en todo momento había llevado puesto y apareció ante mí el vestido de dómina que todo esclavo sueña ver alguna vez. La señora Lucía iba enteramente vestida en tonos negros: corpiño de cuero negro, minifalda de brillante látex negro, medias semitransparentes negras y los ya comentados zapatos negros de tacón alto. Me quedé embelesado contemplándola, preguntándome si podía ser verdad lo que estaba viendo. ¿Acaso me había tocado la lotería de los sumisos y aún no me había enterado? Contemplé su cuerpo perfecto en todo su esplendor, realzado por la hechizante vestimenta de dominatriz que lo cubría y embellecía, que lo subía a un pedestal para que yo lo adorara. Podría haberme pasado el resto de mi vida quieto, sin mover ni un solo músculo, convertido en una estatua viviente dedicada únicamente a disfrutar del placer inmenso que me provocaba aquella visión. Ella se acercó a mí. Sus tacones arrancaban gemidos al frío suelo a su paso, su perfume se hacía más intenso, su sonrisa diabólica me poseía y, en ese momento, su mano estalló contra mi mejilla.
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ESCUELA DE AMAS (SEPTIMA PARTE)
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Posted:Dec 11, 2008 12:48 pm
Last Updated:May 12, 2024 2:38 pm 10218 Views
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-Estoy segura de conseguirlo, señora. Es lo que más deseo y sé que usted sabrá guiarme por ese camino. La escena era realmente impresionante. La determinación de aquella joven era admirable. Su aspecto frágil contrastaba con la seguridad con la que aceptaba un camino que muy pocos estarían dispuestos a emprender. Yo mismo, con todos los deseos que tenía en mi interior de convertirme en el siervo de una señora, ¿sería capaz de algo como aquello?, ¿sería capaz de dejarlo todo a cambio de convertirme en un verdadero esclavo? Pero la determinación de marta estaba a punto de ser puesta a prueba de una forma que ni ella misma podía imaginar. -Muy bien, perra –le dijo su señora-. Durante los últimos meses me has demostrado que puedes llegar a convertirte en una buena esclava. Me has servido bien, aunque de vez en cuando he tenido que corregirte de forma severa. Pero eso no basta para que puedas llevar mi collar. Para conseguir este collar, debes superar una última prueba. ¿Estás dispuesta? -Lo estoy, señora. -Muy bien. En ese caso, lo dejo todo en manos de Lady Úrsula, que es quien ha diseñado la prueba. Nuestra señora subió entonces al patíbulo, se abrazó con Diana y le pidió a ésta que ocupase el trono durante la ejecución de la prueba. Una vez la señora Diana se sentó en ese sitio de honor en el que, hasta aquel momento, yo sólo había visto a la señora de la escuela, Lady Úrsula se dirigió a todas las asistentes. -Como bien sabéis, nuestra buena amiga Diana ha tenido siempre muy clara cuál es su tendencia sexual. Y aunque se ha divertido en muchas ocasiones castigando a algún machito, todas sabemos qué es lo que de verdad le gusta. Desde hace un tiempo, la hemos visto con marta. Esta muchacha es en cierta forma su alma gemela. Es la sumisa que se complementa con la dominatriz a la que nosotras conocemos y es, también, como nuestra buena amiga Diana, una lesbiana convencida. Las mujeres de la sala estallaron en una ovación hacia Diana que ésta agradeció levantándose y saludándolas. -Para nosotras es un motivo de alegría que nuestra amiga sea feliz – continuó Lady Úrsula-. A todas nos es grato ver que ha encontrado en marta a la esclava que quiere tener bajo sus pies. Sin embargo, hay algo que no podemos olvidar. Nosotras somos fervientes defensoras de la superioridad femenina. Nosotras somos las dueñas y los hombres los esclavos, los perros, la escoria de este mundo. Nosotras mandamos y ellos obedecen. Nosotras castigamos y ellos sufren. Nosotras penetramos y ellos nos ofrecen sus culos. Por eso, no podemos olvidar que marta ha roto este nuevo equilibrio que nosotras queremos imponer. Ella, estando destinada a ser una dómina, ha decidido ser una esclava. Bien es cierto que se ofrece a otra mujer pero, aún así, rompe nuestro patrón. Por eso, durante la ceremonia de esta noche, vamos a darle lo que ella ha pedido a gritos: vamos a rebajarla al máximo, vamos a humillarla tanto como sea necesario para que definitivamente pierda su condición de mujer superior y pueda convertirse en una auténtica perra esclava. Te repito la pregunta de tu señora. ¿Estás dispuesta a soportar esta prueba, sea la que sea? -Lo estoy, Lady Úrsula –reiteró marta. -Muy bien. Pues prepárate a saber a qué tendrás que enfrentarte. Lorena, tráeme a los perros. La señora Lorena se acercó a nosotros y, cogiéndonos por las cadenas, nos arrastró hasta el patíbulo. -Estos los seis perros que sirven de material en la escuela –le explicó Lady Úrsula a una sorprendida marta-. Aquí usados por las aprendices, que los castigan sin piedad, que disfrutan de ellos sin preocuparse de nada. Estos desgraciados vienen aquí a recibir dolor y humillación, nada más. Aun así, cuando ven a una mujer con las botas altas o con la fusta en la mano, cuando una les concede el privilegio de escupirles en la cara o de lamerles el culo, estos estúpidos perros se excitan. Sus pollas se levantan, se humedecen, se preparan para un placer que nunca les llega. Siempre se tienen que volver frustrados a sus casas, sin haber obtenido recompensa alguna por su entrega. En el mejor de los casos se harán una paja, pero nada más. Por eso deben de ser perros en celo. Perros deseosos de poseer a una mujer, de clavar sus inútiles pollas dentro de una de nosotras. ¿Es así, perros? Ninguno de nosotros se atrevió a responder, por lo que nuestra señora nos animó a hacerlo. -Hablad sin miedo. ¿Es así? -Sí, señora –fuimos respondiendo tímidamente entre las risotadas generalizadas de las presentes. -Pues ya podéis iros olvidando de eso. Ninguna de mis amigas amas os lo va a permitir jamás. Aquí no venís a follar. En todo caso, venís a ser follados. ¿Está claro? -Sí, señora –respondimos al unísono. -Sin embargo, esta noche es diferente. Esta noche tenemos a una perra con nosotras, cosa que no es nada habitual. Y aunque una mujer no puede rebajarse a tener sexo con unos perros como vosotros, una perra sí puede hacerlo. Ésta es la prueba, marta –remató Lady Úrsula dirigiéndose a la joven, que la miraba con unos ojos como platos y con el cuerpo casi temblando de pavor-, vas a tener que entregarte a estos perros, que podrán usarte a su antojo. Al oír aquellas palabras, también mis ojos y los de mis compañeros se abrieron por la tremenda sorpresa. ¿De verdad íbamos a disponer de aquel privilegio? Lady Úrsula soltó unas grandes carcajadas al ver nuestras expresiones de incredulidad y de innegable deseo. -Vaya, a los perros sí que les gusta la idea. Me alegro, porque quiero que rebajéis al máximo a la pequeña marta. Pero tampoco quiero que lo disfrutéis al cien por cien. Lorena, pínzales los pezones a estos cerdos. No quiero que olviden en ningún momento cuál es su condición. Esto no se hace para su placer. Como siempre, siguen siendo meros instrumentos. La señora Lorena nos puso a cada uno de los perros unas pinzas metálicas en los pezones que se unían con una cadenita. Eran verdaderamente dolorosas, pero nosotros apenas nos dábamos cuenta del suplicio. Nuestras miradas no se apartaban ni un instante del cuerpo de la que iba a ser nuestra víctima, que sudaba visiblemente ante el tormento que le aguardaba. Una vez pinzados, Lady Úrsula y su ayudante dejaron el patíbulo y nos ordenaron empezar nuestro cometido. Nos abalanzamos sobre la pobre marta como verdaderos perros en celo. Olvidando por completo nuestra condición humana, que sólo existía fuera de aquellas paredes, nos entregamos a una lujuria tan intensa que nos convirtió en auténticos salvajes. Ella se resignó en silencio, derramando unas pocas lágrimas, sufriendo devotamente la mayor de las humillaciones posibles, al ser vejada por un grupo de salidos frente a la atenta mirada de su señora y de las amigas de ésta. El cuerpo de la sumisa se vio rápidamente cubierto de lenguas, de manos. Dedos ansiosos buscaban sus agujeros, pellizcaban sus diminutos pechos, profanaban su cuerpo de diosa. Pronto nos organizamos para aprovechar al máximo aquella oportunidad que, seguramente, sería única. Pusimos en marcha una extraña coreografía que seguía un infame guión no escrito. Uno agarraba con fuerza la cabeza de marta y le metía su sexo en la boca mientras otro la cabalgaba salvajemente. Otro la lamía toda, babeándola, llenándola de suciedad. Los demás nos pajeábamos aguardando nuestro turno, preparándonos para ocupar el puesto de alguno de nuestros compañeros. Pronto su culo fue también destino para uno de nosotros: no se debía desaprovechar ninguna de las entradas. Le dimos la vuelta, cambiamos de postura, le obligamos a ser ella quien hiciera las pajas a dos manos. Nos intercambiábamos continuamente los papeles y ella no era capaz de identificar qué polla tenía en cada sitio, a quién tenía dentro o a quién se la estaba chupando. El frenesí del momento era incontrolable. Nosotros nos empujábamos los unos a los otros, incapaces de ser civilizados ni durante un solo segundo, entregados como estábamos a disfrutar de aquel festín de la carne. Las señoras nos observaban en silencio, pero nosotros no nos dábamos ni cuenta. Sólo existía la búsqueda de nuestra propia satisfacción, la lucha por conseguir un palmo de piel de aquella chica. Ella, sin embargo, sí que prestaba atención al resto de mujeres. Sentía cómo se clavaban sobre ella los ojos de todas y saboreaba en silencio la amargura de la humillación. Siempre que le era posible, dirigía sus ojos hacia los de su señora, buscando en ellos compasión y entregando a su dueña, en todo caso, la ofrenda que ésta había requerido. La excitación del momento y las ansias acumuladas durante largo tiempo jugaron a favor de nuestra víctima, puesto que no tardamos en ir llegando a orgasmos salvajes que daban pie a eyaculaciones a presión. Pronto, el cuerpo de la joven y todos sus agujeros estuvieron llenos de nuestro semen. -Es suficiente –dijo entonces Lady Úrsula-. Perros, permaneced de rodillas. Tú, marta, levántate. La muchacha, sucia de nuestras babas y eyaculaciones, se levantó en el centro del patíbulo. Aun debajo de toda aquella capa de porquería, se la veía digna. En el fondo, tenía motivos para estarlo. Le había ofrecido a su señora lo más valioso que podía ofrecerle: abandonarse por completo, entregarse sin condiciones, sufrir lo que se le impusiera sin rechistar, aceptándolo aunque fuera lo más opuesto posible a sus gustos o preferencias. Eso era verdadera entrega y, por lo tanto, era motivo de orgullo para ella. -Diana, ¿qué te parece? –quiso saber nuestra señora- ¿Ha superado la prueba? -La ha superado, sin duda –respondió Diana. En su voz había satisfacción, orgullo, se diría que el comportamiento de su sumisa la había impresionado, como si hubiera sido mejor de lo que ella misma esperaba. -¿Merece entonces llevar tu collar? -Lo merece. -Pues vamos a continuar con la ceremonia. Pero antes, hay que limpiar a esta chica. ¡Perros, lamed todo su cuerpo hasta que no quede ni rastro de vuestra sucia leche! Dudamos unos instantes. Lamerla significaba pasar la lengua por los restos de nuestros compañeros y eso era algo asqueroso. En alguna ocasión, alguna dominatriz me había obligado a pajearme hasta correrme y a lamer mi propio semen. Eso ya era en sí algo bastante repugnante, pero la idea de tener que tragarme el de los demás era mucho más repulsiva todavía. Lorena se acercó a nosotros y, repartiendo severos fustazos, borró de nuestras mentes cualquier rastro de duda. En apenas unos minutos, la sumisa estaba reluciente y no quedaba sobre ella ni el más mínimo rastro de esperma. Aun así, antes de continuar con la ceremonia, Lorena dirigió hacia ella una manguera y el agua eliminó también de ese modo cualquier rastro de nuestras babas. Para entonces, nosotros estábamos de nuevo frente al trono del salón y toda nuestra atención se centraba en las pinzas que llevábamos en los pezones. Durante el tiempo en que habíamos estado abusando de marta ni siquiera habíamos reparado en ellas, pero una vez alcanzado el orgasmo, su dolor se había hecho más presente que nunca. Revolvíamos tímidamente nuestros cuerpos, intentando atraer la atención de Lady Úrsula para que nos liberara de aquel tormento, pero nuestros esfuerzos fueron inútiles. La ceremonia continuaba y nuestra señora sólo estaba pendiente de su evolución. La señora Diana, de nuevo en el centro del patíbulo, puso el collar alrededor del cuerpo de marta, certificando al cerrarlo que ésta se había convertido en su esclava. Al instante, la muchacha se arrojó a los pies de la que era ya su dueña y los besó con ansia. Su señora sonrió y la dejó hacer durante unos segundos, tras los cuales se agachó y la ayudó a levantarse. Cuando la tuvo de pie, la abrazó y la besó apasionadamente en la boca, lo que provocó un estallido de aplausos entre el resto de las señoras. -Ya sabía que podías ser una buena esclava, pero esta noche me has demostrado que eres capaz de cualquier cosa por tu dueña. Eso es algo que valoro mucho, créeme, y que nunca olvidaré. Tampoco quiero que tú lo olvides. Quiero que recuerdes siempre hasta qué punto has sido capaz de rebajarte para satisfacerme. Sin embargo, no quiero que sea un recuerdo doloroso, sino feliz. No pienses en lo que esos cerdos te han hecho. Piensa en lo que ellos han hecho por ti: te han convertido en la mejor de las esclavas. -Tienes toda la razón –intervino Lady Úrsula-. Pero a mí me ha dado la impresión de que los cerdos en cuestión se lo han pasado bien. Y eso no me ha gustado demasiado. A pesar de que marta sea una esclava, me parece que debería tener la oportunidad de vengarse de estos perros si es que le apetece hacerlo. -La decisión es tuya, marta –le dijo Diana a su perra-. ¿Quieres vengarte de ellos? La esclava nos lanzó una perversa mirada que hacía temer lo peor justo antes de responder afirmativamente, lo que supuso más aplausos por parte del resto de las presentes. Lorena nos condujo de nuevo al patíbulo y allí quedamos a merced de marta, quien demostró que, a pesar de su condición sumisa, tenía un lado sádico muy desarrollado. Durante un buen rato, nos las hizo pasar canutas entre los vítores de las dueñas asistentes. Al final de la velada, nuestros cuerpos estaban destrozados. La muchacha se había esmerado. A pesar de ello, aun sintiendo el escozor de la piel abierta por los latigazos, aun notando sobre los pezones el dolor hiriente de las pinzas que los habían aprisionado y que ella había arrancado de una forma brutal… no podía negar que aquélla había sido una velada fantástica. Seguramente, de las más morbosas que había vivido en la escuela. Al menos, de las vividas hasta ese momento.
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ESCUELA DE AMAS (SEXTA PARTE)
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Posted:Dec 11, 2008 12:37 pm
Last Updated:May 12, 2024 2:38 pm 10464 Views
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No puedo negar que la sesión con la dómina culturista tuvo su morbo: no sólo por ese cuerpo atlético perfecto, con la piel suave y tersa, con cada músculo perfectamente desarrollado, sino también por la claridad con la que una mujer tan fuerte me dominaba. Hubiera podido hacer conmigo lo que quisiera, incluso si yo no fuera sumiso ni ella dominatriz. Sin embargo, a pesar de esta vertiente morbosa, la sesión en sí fue una de las experiencias más duras que he pasado en la escuela de Lady Úrsula. El tormento fue durísimo y hubo momentos en los que creí que no podría soportarlo, en los que pensé que acabaría arrojando la toalla –si es que podía hacerlo- y abandonando para siempre aquel lugar maldito. No obstante, debo admitir que la escuela también me ha dado muchas satisfacciones. En cada sesión, junto al dolor, he encontrado algo de lo que yo tanto andaba buscando. Han sido en general placeres fugaces: la oportunidad de besar un pie, de adorar el trasero de una dómina, de servir a un grupo de señoras, de recibir una caricia de Lady Úrsula… Pero, seguramente, uno de los momentos más placenteros que he pasado en esta peculiar institución fue lo que la señora de la casa tuvo a bien llamar “la iniciación de una esclava”. Unos días antes de que se produjera este evento, nos convocó a los seis sumisos que servíamos de material de entrenamiento en la escuela y nos anunció que quería nuestra presencia para esa velada concreta. Por sí mismo, eso ya suponía algo excepcional, puesto que normalmente sólo coincidíamos tres perros por noche, ya que así siempre se garantizaba que hubiera alguien disponible durante la semana. Sin embargo, lo que se preparaba para aquel sábado parecía ser algo fuera de lo común. Y vaya si lo fue. Evidentemente, todos los sumisos acatamos la orden –de la boca de Lady Úrsula nunca salían peticiones- y el sábado en cuestión, a la hora convenida, estábamos totalmente desnudos y metidos en nuestras jaulas. En el ambiente de la perrera se notaba la tensión. Todos sabíamos que aquélla no iba a ser una velada cualquiera, podíamos intuirlo. Al parecer, nuestro hocico de perros se estaba desarrollando a marchas forzadas. Estuvimos encerrados en silencio durante un espacio de tiempo indeterminado y, aunque cuesta mucho calcularlo cuando se está en esa situación, yo diría que permanecimos en aquella situación durante algo más de una hora. Sólo quien ha vivido algo así puede comprender de qué forma tan extraña pasan los minutos. Primero, se siente la desnudez: es casi como si el aire te acariciara en todo momento. Después, empiezan los nervios: ¿cuánto hará que estamos así? Los primeros ruidos no tardan en escucharse: aunque ningún perro se atreve a abrir la boca, los más leves movimientos hacen que las jaulas chirríen. Luego llega el sudor: en parte por los nervios, en parte por la concentración de ejemplares en una sala relativamente reducida. Ese sudor no tarda en helarse y entonces aparece el frío. Pero es un frío que no dura, porque de nuevo nos cubre el sudor. Empieza así un ciclo durante el cual nuestro cuerpo manifiesta todos los temores que nuestra mente le transmite: ¿qué nos estará esperando?, ¿qué prepararan nuestras señoras para esta ocasión?, ¿seremos capaces de soportarlo?, ¿estaremos a la altura?, ¿se sentirán satisfechas nuestras dominatrices? Es difícil expresar en palabras qué se siente pasando una hora de espera en la jaula. Es algo que hay que vivir para poder comprenderlo. Esa situación es, en sí misma, una refinada forma de tortura, pero también un modo de crear una tremenda ansiedad en el sumiso, ansiedad que se convierte por un lado en miedo y por el otro en un enorme deseo de servidumbre. Deseo que, por supuesto, no tarda en canalizarse cuando se cae en manos del ama. La oscuridad que inundaba la perrera se rompió de forma súbita, como ocurría siempre en aquel lugar, cuando la señora Lorena abrió la puerta enérgicamente. -¡Perros de mierda, despertaos! –nos saludó con su habitual delicadeza-. Lady Úrsula y sus invitadas se dirigen hacia aquí. Más os vale causarles buena impresión. Tuvimos que hacer verdaderos esfuerzos para que nuestros ojos se acostumbrasen a la luz después de haber permanecido a oscuras durante tanto tiempo y, a la vez, fuimos adoptando las posturas de ofrecimiento que se nos habían enseñado, para lo que se hacía necesario luchar con la estrechez de la jaula. Pero lo cierto es que estábamos bien amaestrados, incluso yo, que era el último en haberme incorporado a la institución, por lo que enseguida estuvimos todos a cuatro patas en nuestras jaulas, con las cabezas inclinadas, esperando la preceptiva inspección por parte de las señoras. Los tacones que se escucharon procedentes del pasillo anunciaban la llegada de una legión de dóminas, lo que hizo que la alteración entre los perros fuese en aumento. Pronto los zapatos que habían provocado aquel estruendo estaban paseándose ante nosotros. Era lo único que podíamos ver de las señoras, puesto que levantar la vista se consideraría una desfachatez merecedora de tremendos castigos, pero era suficiente para comprender que aquélla iba a ser, en efecto, una velada especial. Pude contar al menos doce pares de zapatos exquisitos, elegantes, dignas fundas para los pies de las dominatrices que los calzaban, y también un par de zapatos que se ofrecían descubiertos, protegidos tan sólo por unas sandalias sin ningún tipo de tacón, calzado ciertamente sorprendente de ver en aquél lugar. -¿Qué os parece la mercancía, amigas mías? –preguntó Lady Úrsula. Hubo un rumor que pareció de aprobación, tras el cual la señora de la casa se dirigió a una de sus invitadas de forma directa. -¿Crees que servirán para esta ceremonia? -Espero que sí. Por su propio bien, espero que sí. Aquellas palabras provocaron en nosotros el efecto que sin duda buscaban y estoy seguro de que mi espalda no fue la única que sintió cómo un escalofrío la recorría. -Perfecto –respondió Lady Úrsula-. Lorena, abre las jaulas y tráenos a estos perros a la gran sala. Acto seguido, los tacones resonaron de nuevo, indicándonos que Lady Úrsula y sus invitadas se dirigían ya hacia la sala de reuniones de la escuela, la que se usaba para las clases colectivas y los castigos públicos. La señora Lorena se encargó entonces de abrir las jaulas una por una, sacándonos de mala manera de las mismas y colocándonos un collar de perro a cada uno con su correspondiente cadena. Una vez nos tuvo preparados, cogió de la mano todas las cadenas y, tirando de ellas, nos arrastró hasta la gran sala. Avanzamos por el pasillo a cuatro patas, tratando de no perder el ritmo, y una vez en la sala nos llevó hasta el lugar en el que estaba el trono de Lady Úrsula. Nos colocó frente a ella, donde permanecimos de rodillas con los ojos clavados en sus zapatos. -Bien, perros, mostradles a mis amigas lo bien educados que estáis. Presentadme vuestros respetos. Fue curioso, porque lo que ocurrió entonces no estaba previamente planeado ni lo habíamos hecho antes, pero sucedió de una forma tan natural que al menos para mí resultó sorprendente. Uno por uno, subimos a cuatro patas los tres escalones que había hasta el trono y besamos sumisamente los dos zapatos de la señora de la casa. Fue una adoración sencilla pero extremadamente bien coordinada, sobre todo teniendo en cuenta que, como digo, no estaba ensayada. -Ahora quiero que todas mis invitadas puedan ver bien la mercancía. De uno en uno iréis subiendo al patíbulo para que puedan observaros. Empezó entonces un peculiar desfile de modelos. Yo fui el cuarto en subir al patíbulo que había en el centro de la sala y pasear un poco por él. Me sentía avergonzado, tremendamente desnudo ante aquellas miradas que me escrutaban, pero también muy excitado por el morbo que tenía la situación que estaba viviendo. Aproveché la altura de aquella tarima para ver algo más de las señoras que se habían reunido en la escuela aquella noche. Aunque tenía que mantener la cabeza baja en señal de sumisión, al estar más alto que ellas podía ver un poco cómo estaba formado el grupo. Pude constatar que, efectivamente, había once mujeres más aparte de Lady Úrsula y su cruel ayudante. Nueve de ellas estaban cómodamente sentadas y, aunque no pude ver la cara de ninguna de ellas, observé por sus cuerpos que debían de formar un grupo muy heterogéneo en cuanto a edades y aspectos. Lo que más me llamó la atención fue el hecho de que una de las mujeres no estuviera sentada como lo estaban las otras, sino que estaba arrodillada. Se trataba de algo sorprendente, algo que nunca antes había visto en aquel lugar en el que la supremacía femenina era la norma más obvia de la casa. Aunque no pude verle la cara, porque tenía la cabeza baja, con su negra melena larga cayendo hacia delante, pude intuir por su piel que era una mujer joven, por su cuerpo que era delgada, por su postura que era sumisa… algo que en ningún momento habría esperado ver en aquel lugar. Sin embargo, recordé que Lady Úrsula nos había hablado de aquella velada llamándola “la iniciación de una esclava”. Al principio, yo había pensado que se trataría de uno de nosotros al que iba a feminizar, a convertir en puta. Nunca habría imaginado que usar el término “esclava”, en femenino, se refiriera verdaderamente a la presencia en la escuela de una mujer sumisa. Después de habernos exhibido ante las demás dóminas, Lady Úrsula nos ordenó quedarnos de rodillas frente a su trono, aunque en esta ocasión nos dijo que nos pusiéramos de cara al patíbulo. Teniéndonos allí dispuestos, como si fuésemos su guardia pretoriana de esclavos, se dirigió a las demás señoras. -Todas sabemos por qué estamos aquí esta noche, una noche que va a ser muy especial, sobre todo para nuestra buena amiga Diana y su perra marta. Estamos aquí reunidas para ser testigos de la ceremonia de iniciación de la esclava, de imposición del collar de su dueña. A partir de esta noche, marta ya no será una sumisa cualquiera, ni siquiera una sumisa a prueba bajo la protección de Diana. Esta noche se convertirá en su esclava, lo que supone un vínculo mucho más fuerte, un vínculo indestructible, que unirá para siempre su destino al de su dueña. Diana, cuando quieras, puedes empezar la ceremonia. A pesar de lo reducida que resultaba mi visión de la sala, pude ver haciendo un poco de trampa cómo una de las señoras, que sería sin duda la tal Diana, se levantaba de su sillón y subía al patíbulo seguida, a cuatro patas, por la que iba a convertirse en su esclava, que era la chica a la que había visto arrodillada y que, por lo que vi ahora, era también la que llevaba las sandalias sin tacón. Poco a poco, todo empezaba a ir cuadrando. Diana se situó de pie en el centro del patíbulo y marta se quedó de rodillas frente a ella. Se notaba en la sumisa una emoción contenida, mezcla seguramente de nervios y de deseo de llegar a ser lo que de verdad quería ser para el resto de su vida. -Desnúdate –le ordenó Diana-. Quiero que todas mis amigas vean bien el cuerpo de mi perra. La joven obedeció y se quitó el ligero vestido que llevaba y su cuerpo desnudo quedó expuesto de inmediato ante las miradas de todas las mujeres presentes y también la de los perros, puesto que no creo que nadie se quedara sin hacer un poco de trampa con la mirada, forzando al máximo el ángulo de visión sin que se notara que se levantaba un poco la cabeza. No llevaba ropa interior de ninguna clase, por lo que pudimos apreciar que tenía un cuerpo verdaderamente atractivo, casi de modelo. Era delgada, con un vientre liso debajo del cual destacaba la ausencia absoluta de vello, puesto que su pubis estaba totalmente rasurado. Tenía los pechos más bien pequeños, pero eso no era un problema. Encajaban perfectamente en el conjunto de su cuerpo, dándole un aire delicado que contrastaba con el aire salvaje que le otorgaban sus pezones duros y respingones. Su cara era la de un ángel y sus ojos, verdes, eran sencillamente preciosos. Una mujer como aquélla debía ser una diosa, debía tener una legión de adoradores como nosotros, pero no era ése el camino que ella había escogido. Y eso la hacía más atractiva todavía. Era una Venus nacida diosa que elegía libremente convertirse en esclava. ¿Podía existir algo más bello que eso?, ¿algo que resultara más excitante? Todas las presentes aprobaron con sus sonrisas la calidad de la mercancía y marta, humildemente, se arrodilló de nuevo frente a su señora. Lorena subió entonces al patíbulo llevando en una bandeja un collar de perro y se lo ofreció a Diana. -Éste es el collar que indica que me perteneces –le dijo a su esclava mientras lo tomaba en sus manos-. Cuando te lo ponga, dejarás de tener voluntad propia y pasarás a ser sólo una propiedad mía. Podré hacer de ti lo que se me antoje, usarte como me apetezca, prestarte a quien quiera, incluso deshacerme de ti si llegas a cansarme. Tú, por tu parte, no harás en la vida nada más que servirme. Dejarás tu trabajo, a tus amigos, a tu familia, y te instalarás en mi casa, donde vivirás sólo para ser mi esclava. ¿Es eso lo que quieres? -Es lo que quiero, señora –respondió la sumisa con convicción. -Piénsatelo bien. Esto ya no es ningún juego, no es una forma diferente de disfrutar. Es una forma de vida que cambiará totalmente la que has llevado hasta ahora. ¿Crees que vas a poder hacerlo?
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ESCUELA DE AMAS (QUINTA PARTE)
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Posted:Dec 11, 2008 12:23 pm
Last Updated:May 12, 2024 2:38 pm 10281 Views
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El encuentro con Lucía durante la clase magistral sobre sexo anal que Lady Úrsula había impartido me resultó al principio incómodo. Me sentía como si me hubieran descubierto, como si me hubieran pillado en falta, como si de repente mis pasiones más secretas hubiesen salido a la luz. No obstante, a medida que fueron pasando los días, mi percepción sobre aquella extraña casualidad cambió completamente. Empecé a ver las cosas de otra manera y a pensar que tal vez aquélla era la oportunidad que durante tanto tiempo había estado esperando. Lucía parecía complacida de haberme encontrado y, por lo que había dicho, seguramente pensaba sacarle partido. Tal vez incluso quisiera tomarme como su esclavo. Seguramente eso le resultaría de lo más morboso. Como lo sería también para mí, por qué negarlo. Ella había sido sin lugar a dudas la mujer de mis sueños durante toda mi adolescencia, como lo había sido de hecho para todos los chavales de mi instituto. Era preciosa y, además, estaba muy desarrollada para su edad, cosa que la hacía destacar más todavía entre todas sus compañeras de clase. Pero además de eso, era una chica muy segura de sí misma, envuelta siempre por un aura de inaccesibilidad absoluta que, como es natural, la hacía aún más atractiva. Someterme a ella era algo que ni en mis delirios más ambiciosos y optimistas podía llegar a imaginar, pero no sólo por lo atractiva que era –los años parecían haberla ayudado a mejorar antes que castigarla como a los demás-, sino muy especialmente por lo humillante que resultaría convertirme en el perro de una antigua compañera de instituto. A medida que iban pasando los días, mi mente calenturienta saboreaba la posibilidad de convertir en realidad un sueño tan delicioso, pero su realización se estaba retrasando de una forma peligrosamente alarmante. Mientras, seguía mi rutina en la escuela, siendo castigado duramente por las discípulas de Lady Úrsula y sirviendo de conejito de indias en las clases que ésta impartía si le parecía que yo podía resultarle de utilidad. Fue tres semanas después del primer día en que coincidí con Lucía en la escuela cuando ella volvió a aparecer por ahí. Yo estaba en la perrera, junto a dos esclavos más, metido en mi jaula esperando ser usado por alguna de las alumnas, cuando la vi aparecer. Estaba sencillamente radiante: llevaba un traje chaqueta negro muy elegante y calzaba unos relucientes zapatos de tacones tan altos que parecían desafiar a todas las leyes de la física. Supuse, por su aspecto, que le iría bien en la vida. Mucho mejor que a mí, seguramente, lo cual no dejaba de ser más humillante (y delicioso) todavía. Se paseó frente a las jaulas, observando a los tres perros entre los que podía elegir al que iba a someterse a sus caprichos de aquella noche y se detuvo frente a la mía. Pidió a Lorena que me sacara de la jaula para examinarme mejor y la pelirroja lo hizo del modo habitual: abrió la puerta, tiró de la cadena de perro que llevaba atada al collar y me arrastró fuera de la jaula. Dándome un cachete en las nalgas me indicó que debía levantarme y yo, que conocía bien el ritual, la obedecí de inmediato. Lucía dio un par de vueltas a mi alrededor observándome detenidamente, rozándome un poco. Después me manoseó cuanto quiso, lo cual resultaba encantadoramente humillante para mí, que me sentía expuesto como el ganado que va a ser vendido. Tuve que contener mis ansias de arrojarme a los pies de aquella mujer y suplicarle que me convirtiera en su esclavo. Cuando Lucía consideró que la inspección había sido ya suficiente, se dirigió a Lorena. -Pensaba que aquí siempre teníais material de primera. ¿De dónde habéis sacado esto? -Es una adquisición relativamente reciente. No es gran cosa, pero tiene bastante resistencia al castigo. Si lo usas, no te defraudará. -Eso me permito dudarlo, amiga mía. Creo que prefiero a ese otro. Sácalo de la jaula para mí, por favor. Y así fue como Lucía escogió a otro de mis compañeros de penas y me dejó totalmente frustrado y a merced de la fusta de Lorena, que me dio una buena tanda de azotes para descargar la furia que le había provocado que, por mi culpa, por ser un esclavo tan poco apetecible, se criticase el nivel de la escuela. Y así me quedé durante un buen rato, con el culo rojo por los golpes y una sensación de rechazo tan degradante que sentía que la humillación sufrida me ardía por dentro mucho más de lo que me ardían las nalgas a pesar del castigo que habían recibido. Se estaba haciendo tarde y pensé que esa noche ya no iba a ser usado por nadie pero, contrariamente a mi suposición, mis desgracias para aquella velada no habían hecho más que comenzar. Me había quedado sólo en la perrera, por lo que hubo pocas dudas de quién iba a ser la víctima de la siguiente aprendiz que llegó requiriendo un esclavo con el que experimentar. Llegó acompañada de Lady Úrsula y eso me extrañó, puesto que solía ser su ayudante, la señora Lorena, la que nos mostraba normalmente a la clientela. Pero lo que más llamó mi atención no fue eso, sino el aspecto de la aprendiza en cuestión, a la que pude ver brevemente con una mirada furtiva antes de bajar la vista al suelo como para mí era preceptivo hacer. Se trataba de una mujer físicamente muy poderosa, una culturista, sin duda, que dejaba intuir unos enormes músculos que el vestido que llevaba permitía admirar en toda su plenitud: los brazos no eran exageradamente gruesos, pero se apreciaba que eran pura fibra, mientras que las piernas, mayores que las que se podían considerar normales en una mujer, parecían dos columnas de mármol. -Este perro va a ser perfecto para lo que tú quieres –le decía afablemente la señora de la casa a su clienta-. Puedes disponer de él durante el resto de la noche. Una vez fuera de la jaula, la mujer me inspeccionó de forma más breve y ruda que Lucía y pareció satisfecha. Lady Úrsula la acompañó entonces hasta una de las salas equipadas para el castigo, una de las mazmorras de la escuela, y yo las seguí a un metro de distancia, mientras la que durante aquella velada sería mi dueña tiraba de la cadena que iba unida a mi collar de perro. Cuando nos quedamos solos, me levantó la barbilla y se quedó mirándome fijamente a los ojos. Era una mujer morena, de mediana edad, con una mirada que dejaba frío. La tenía profunda y severa, efecto al que ayudaba sin duda el aspecto tosco de una cara huesuda que culminaba el cuerpo descomunalmente fuerte que poseía. Se apartó un poco y se quitó el vestido, quedándose en ropa interior. Entonces pude ver en todo su esplendor un cuerpo perfecto, trabajado concienzudamente en todas y cada una de sus partes, con unos músculos perfectamente desarrollados. Su piel estaba además un poco tostada, lo que le daba un aire más salvaje todavía que, debo admitirlo, me puso bastante caliente. Las mujeres culturistas despertaban en mí un fuerte morbo, tal vez por la naturalidad con la que se impondrían a un hombre medio como yo, por su innegable superioridad física, o tal vez simplemente porque me gustaban esos cuerpos. Ella se exhibió para mí. Movió su cuerpo de forma que todos los músculos se fueran hinchando, mostrando su potencial cuando ella así se lo exigía. Esto no era nada habitual, desde luego, pero yo me limité a disfrutar del espectáculo mientras en la garganta se me hacía un nudo al ver la fuerza de aquella mujer y en mis partes bajas la excitación empezaba a hacerse demasiado evidente. La culturista no tardó en darse cuenta de la actividad de mi pene y no pareció gustarle, porque se acercó a mí y me dio una manotada salvaje justo sobre el miembro que me hizo ver las estrellas. -Te estoy mostrando mi cuerpo para que lo admires por su valor atlético, imbécil, no para que te excites como un maldito salido. -Lo siento, señora –conseguí decir cuando recuperé el aliento, pero mis disculpas ya carecían de sentido. Mi sentencia estaba firmada. Probablemente, lo estaba ya antes incluso de que me sacaran de la jaula. Al fin y al cabo, aquella mujer había venido allí con un objetivo muy claro. Me cogió bruscamente por el pelo y me arrastró hasta el centro de la sala, en la que había un potro. Me hizo subir al mismo, me ató y me amordazó. -Algunas veces me gusta escuchar cómo gritáis, pero hoy no me apetece. Además, los gritos van a ser demasiado altos, te lo aseguro. Dicho esto, se puso unos guantes negros de piel y me acarició brevemente con ellos, justo antes de empezar a darme palmadas por todo el cuerpo. Al principio no eran muy fuertes, pero fueron ganando rápidamente intensidad hasta resultar un castigo tan duro como el que pudiera inflingirse con cualquier instrumento. Y es que aquella mujer, con los brazos que tenía, no necesitaba ninguna ayuda adicional. No sabría decir durante cuánto tiempo estuvo golpeándome, sólo sé que cuando se dio por satisfecha todo mi cuerpo estaba totalmente rojo. La irritación en mi piel me estaba matando y, a buen seguro, al día siguiente estaría cubierto de moratones. Ella recorrió con ojos de estudiosa cada centímetro de mi castigado cuerpo para observar cómo había quedado y pareció contenta. Al parecer, la técnica había dado el resultado esperado. Pero lamentablemente para mí, quería probar otras cosas. Cosas que me resultaron más duras todavía y que, además, no eran habituales en otras dominatrices. Me desató y me hizo acostarme en el suelo, cosa que agradecí, puesto que el frío de las baldosas rebajó un poco el escozor que sentía en todo el cuerpo. Sin embargo, la sensación de alivio fue muy corta. Duró apenas unos segundos, los que ella necesitó para sentarse sobre mi pecho y empezar un nuevo tormento. La presión era fuerte pero, aun así, pude apreciar el olor a mujer que desprendía su sexo y sentí sobre mi pecho una humedad que sólo podía ser fruto de la excitación. Entonces empezó la verdadera tortura. Puso un muslo a cada lado de mi cabeza y los apretó con fuerza. Pude comprobar entonces que la fuerza que tenía en las piernas era sencillamente sobrenatural. Yo me sentía como si la cabeza me fuera a estallar, como si de un momento a otro fuera a ser incapaz de soportar la presión que se ejercía sobre ella. Aquel brutal tormento se prolongó durante un buen rato y, cuando por fin terminó, me sentía mareado y confuso. A pesar de eso, pude apreciar que el olor a hembra, si se me permite la expresión, había aumentado considerablemente.
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